Sentado en su poltrona desgastada, y cubierta con una alfombrilla de lujo que le habrían regalado, en un recinto colmado de libros, y algunos objetos antiguos, místicos, artesanales, atendía Robinson a sus pacientes. Los recuerdos de esas sesiones eran, para Justina, similares a la lectura de Divina Comedia. Todo estaba medio sucio y amontonado, pero el conjunto daba a la vista una sensación de calidez. A años de tratarse con este miembro de la APA, Justina no progresaba, más bien involucionaba. Que gran sujeto despreciable había resultado. A cuantas pacientes mujeres les habría sonado la vida con su seducción, machismo, falsedad y desprecio, disfrazándose de gran psicoanalista. Pero Justina pudo protegerse, porque cada vez que él le preguntaba si la podía abrazar, ella sentía que algo andaba mal y lo rechazaba. Justina pudo salvar su dignidad , a diferencia de otras víctimas que han caído en sus garras. Se sintió liberada, aquel día en que ella se atrevió a decir que la transferencia había terminado , y luego de un portazo clase novela mejicana, expresó: - que alivio, me siento curada.
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